Llego siempre dos minutos antes, adelantándome a cualquier cliché de la “mujer que debe hacerse esperar”. No es cuestión de emancipación femenina, al contrario. El hecho es que yo odio esperar. Y la mía tendencia patológica a identificarme con las tragedias ajenas junto con un poco de masoquismo, hacen que prefiera esperar que condenar a un hombre a transcurrir cinco interminables minutos aguardando a una como yo. De todas formas, aunque solo esto ya sería materia para un par de secciones de psicoanálisis, el corazón de relato es otro.
También aquella vez llegué dos minutos antes. Me habías dicho “Nos vemos el miércoles, a las 18...” con aquella mirada misteriosa que me había cautivado tanto, dejando presagiar una primera cita de película. Analizando, más que misteriosa era una mirada de play boy descarado, pero teníamos 19 años y las armas de seducción de aquella época tenían más que ver con las hormonas que con sutiles estrategias.
En fin, yo estaba allí, en la plaza esperándote a las 17:58. Había faltado a clase en la universidad para ir a la peluquería, y después a depilarme, y a las corridas a comprar lencería nueva..., En conclusión: a realizar todas aquellas inversiones de altísimo costo que hacemos las mujeres el mismo día de la primera cita. Moraleja del cuento: me sentía bellísima, y estaba ahí esperándote, con la misma falda de flores y aquella remera blanca que te había impresionado tanto cuando nos habíamos conocido.
Contaba los segundos, los minutos pasaban lentamente. Eran ya las 18:10 y de vos ni siquiera la sombra. Estaba nerviosísima.
“Llegará” me decía, “llegará, ha sido él mismo el que me ha invitado. Quizás estaba llegando en bicicleta y se le ha pinchado una goma, y por eso ha tomado un bus que ha quedado atascado en el tráfico a causa de un accidente, seguramente será así... o quizás”, otra hipótesis, “antes de venir aquí ha ido a comprar flores e mientras estaba pagando han entrado ladrones con pistolas y lo han tomado como rehén...”.
La obra sobre todas las posibles hipótesis por tu retardo estaba casi al fin del primer acto. Y mientras tanto se hacían las 18:20 y de vos ni siquiera la sombra. El nerviosismo dejó el lugar a un inicio de resignación.
“Quizás se habrá olvidado, por lo tanto no lo he impresionado demasiado... o quizás en estos días ha conocido una chica altísima, delgadísima, súper rubia, una de esas que comen quintales de chocolates sin engordar, de aquel tipo que se acuesta dormir con el babydoll con dibujos de corazones”.
Cuando las agujas señalaron las 18:30 mi autoestima empezó a abandonarme.
A las 18:40 ya había condenado a todo el género masculino al eterno sufrimiento.
A las 18:45 decidí marcharme con el sano propósito de que, una vez que volviese a casa, quemaría la factura de la peluquería, de la depiladora y del negocio de lencería, solamente para apagar físicamente mis instintos destructivos sobre alguna cosa que no pudiese padecer dolor.
A las 18:45 sentí alguien que me llamaba. En realidad, no me llamó por mi nombre, solamente dijo “hey! Esperá! Se te cayó un libro!”. Lo junte y le agradecí sin siquiera mirarlo.
- También lo leí ¿te ha gustado?
- ¿Qué cosa?
- ¡El libro! A mi me gustó mucho la parte final, cuando Michele encuentra a su padre por casualidad en Sicilia y no lo reconoce.
- No he llegado al final todavía.
- Ah, perdoname, no quiero quitarte la sorpresa. De todas formas ha sido un placer, me llamo Simone.
Dos días después volví a ver por casualidad a Maurizio. Hice como si no lo había visto, y quizás él también hizo lo mismo, pero era evidente que nuestras miradas se habían cruzado. Por alguna extraña ley física nos acercamos y él con la rabia en los ojos me dijo “Te estuve esperando muchísimo el miércoles a la tarde. Al menos podrías haberme avisado!”.
No sabía si irme o gritarle como hacen las adolescentes enloquecidas, así que decidí quedarme allí midiéndome los labios mientras que un velo de vergüenza comenzó empañarme la vista cuando comprendí que había ido a la cita el día equivocado, el martes. Mi cabeza empezó a elaborar rápidamente pensamientos poco coherentes... “que suerte haber entendido mal, que maravilla haber esperado en vano, que hecho mágico haber dejado caer el libro”. Pero tenía apuro, Simone me estaba esperando en su casa ¡Y yo iba finalmente a estrenar la lencería nueva!
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